NO ESTÁ NADA CLARO QUE EL ESTADO-NACIÓN SEA UNA CONDITIO
SINE QUA NON DE LA DEMOCRACIA. EL ESTADO SOBERANO NO ES
MÁS QUE UN FENÓMENO HISTÓRICO.
Últimamente no dejamos de oír
hablar sobre el déficit democrático
de la Unión Europea[1]. Cada
vez hay más políticas europeas intrusivas
(es decir, decisiones que anteriormente correspondían a los Estados) que no
resultan fácilmente comprensibles para la opinión pública. Este es, sin duda,
uno de los problemas cruciales a los que debe enfrentarse la Unión Europea, tan
cuestionada últimamente por movimientos de corte populista.
¿Es verdaderamente posible hablar de
democracia en la Unión Europea o, por el contrario, se trata de dos
conceptos por completo indisolubles?
La democracia es, sin duda, un
concepto complejo, difícil de definir. Pero parece claro que todos compartimos
una misma idea básica de democracia: el gobierno del pueblo (o demos).
Así, para hablar de democracia
hay que identificar primero a un cuerpo ciudadano, a un demos. Se dice a veces que una determinada comunidad política es
deficiente democráticamente precisamente porque su demos no cumple las características que harían de él “un auténtico demos”. ¿Cuáles son estas
características?
Una teoría bastante extendida
sostiene que un demos propiamente
dicho exige que sus miembros tengan un sentimiento de verdadera identificación
común. En palabras de Bayón, «lo que exigiría un demos en el sentido
material sería primordialmente (…) una creencia compartida entre los miembros
del demos formal de que el “pueblo” en el que desde un punto de vista normativo
ideal debería desarrollarse el gobierno democrático coincide a grandes rasgos
con la circunscripción existente»[2].
Si este acuerdo no existiese, las decisiones mayoritarias serían percibidas por
quienes pierdan la votación y no se sientan auténticos miembros de la comunidad
política como una imposición ajena y, por tanto, injustificada.
Se dice a menudo que no puede
haber un demos en el sentido material
sin una homogeneidad cultural y lingüística. Dicho de otra forma: cualquier demos tiene que descansar sobre la base
de un ethnos común.
El rapto de Europa, de Jean-François de Troy (1716). The National Gallery of Art, Washington, D.C. |
.
De acuerdo con esta teoría,
existe una estrechísima relación entre democracia y estado-nación. Así, los
estados plurinacionales con agudas divisiones lingüístico-culturales no serían
otra cosa que comunidades democráticas endebles, escasamente integradas y
difícilmente duraderas (como decía Stuart
Mill, «las instituciones libres
son casi imposibles en un país compuesto por nacionalidades diferentes»[3]).
Por esta razón, sería improbable que sistemas de gobierno supranacional como la
Unión Europea lleguen a convertirse en un superestado
soberano (ni siquiera federal).
No obstante, son varias las
objeciones que pueden oponerse a la anterior idea. En primer lugar, es
históricamente incorrecto considerar la identificación cultural y lingüística
como algo ya dado, ajeno por completo al proceso político. Por el contrario,
muchas naciones son el resultado de procesos de construcción nacional (nation-building)[4].
En segundo lugar, se ha llegado a
decir que la identificación cultural y lingüística es por completo innecesaria
para que exista un demos en sentido
material. Conforme a esta postura (conocida como patriotismo constitucional), lo único necesario para lograr la
cohesión en una comunidad política democrática es la lealtad compartida a un
orden constitucional apreciado. Dado que la formación de un auténtico demos no depende de lazos prepolíticos,
sino del reconocimiento voluntario de un orden constitucional, nada impediría
que pudieran constituirse comunidades políticas democráticas de carácter
estable y duradero a cualquier nivel (aun cuando este fuera superior al de los
estados-nación actuales).
Por último, se ha dicho que el correcto
funcionamiento de una comunidad política democrática no requiere la existencia
de ningún tipo de lealtades (ni
nacionales ni puramente cívicas o políticas), pues la aceptación de la decisión
de la mayoría no es más que el resultado de un complejo cálculo que muestra
que, a largo plazo, uno estará mejor formando parte de ese demos que en cualquier otra alternativa posible. Así, pues, no habría
razón para pensar que sólo los estados-nación pueden llegar a ser comunidades
políticas democráticas estables y duraderas[5].
Como puede observarse, no está
nada claro que el estado-nación sea una conditio
sine qua non de la democracia. El estado soberano no es más que un fenómeno histórico. Otras formas de
organización política han existido en el pasado y existirán en el futuro.
En el actual contexto de
globalización, son cada vez más los problemas globales que requieren soluciones
globales. A esta exigencia responden, precisamente, procesos de integración
supranacional como la Unión Europea. Y no lo olvidemos: la Unión Europea es el
resultado de una conjunción parcial de soberanías, de manera que ningún Estado
miembro es plenamente soberano (sin que pase a serlo tampoco la Unión
resultante). Se hace cada vez más difícil, por tanto, sostener la vigencia del
estado-nación, lo que exige –qué duda cabe– superar la visión estatalista de la
democracia.
Yago Fernández
[1]
Jiménez-Blanco, José Ignacio, La Unión Europea y el déficit democrático,
El Confidencial, 6 de diciembre de 2011; Sotelo,
Ignacio, Crisis y déficit
democrático en la UE, El País, 26 de marzo de 2012; Del Castillo, Carlos, Doce
ideas sobre el futuro de la Unión Europea, Público, 20 de mayo de 2014.
[2]
Bayón, Juan Carlos, ¿Democracia más allá del Estado?,
Isonomía, núm. 28, 2008.
[3] Stuart
Mill, John, Considerations
on representative government, 1861.
[4]
Así, por ejemplo, los estados africanos cuyas fronteras abarcan territorios que
pertenecen a distintos
grupos étnicos y tribus.
[5] Sánchez-Cuenca,
Ignacio, The
political basis of support of European integration, European Union
Politics, núm. 2, 2000.
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