SI CONSTRUIMOS EUROPA
SOBRE LO ECONÓMICO, SE DERRUMBARÁ
Ando leyendo estos días uno de esos libros que te cambian un poco la vida: El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Estoy seguro de que muchos lectores de El Ala Oeste de la Moncloa lo han leído. Para quien no lo haya hecho aún: pocas opciones mejores se me ocurren como lectura de verano. ¿De qué va la obra? Es una autobiografía en la que el genial escritor alemán (¡qué descubrimiento!) nos habla de un mundo –el suyo: la Europa del siglo XX– que, en apenas treinta años, se desintegró por completo.
Ando leyendo estos días uno de esos libros que te cambian un poco la vida: El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Estoy seguro de que muchos lectores de El Ala Oeste de la Moncloa lo han leído. Para quien no lo haya hecho aún: pocas opciones mejores se me ocurren como lectura de verano. ¿De qué va la obra? Es una autobiografía en la que el genial escritor alemán (¡qué descubrimiento!) nos habla de un mundo –el suyo: la Europa del siglo XX– que, en apenas treinta años, se desintegró por completo.
Una de las partes del
libro que más me ha impactado es el capítulo en el que Zweig describe el
ambiente que se respiraba en Austria, su país natal, pocos días antes del
comienzo de la Primera Guerra Mundial. La situación era: el archiduque
Francisco Fernando, heredero de la corona del Imperio austrohúngaro, acababa de
ser asesinado junto con su esposa en Sarajevo. No se trataba, desde luego, de
una simple anécdota: ¡habían asesinado al futuro rey de una de las naciones más
importantes de Europa! Por eso el testimonio de Zweig es tan impactante:
“Ni los bancos ni las empresas ni los particulares
cambiaron sus planes. ¿Qué nos importaba aquella eterna disputa con los serbios
que, como todos sabíamos, en el fondo había surgido a causa de unos simples
tratados comerciales referentes a la exportación de cerdos serbios? Yo había
preparado las maletas para mi viaje a Bélgica, a casa de Verhaeren, y tenía mi
trabajo bien encaminado: ¿qué tenía que ver el archiduque muerto y enterrado
con mi vida? Era un verano espléndido como nunca y prometía serlo todavía más;
todos mirábamos el mundo sin inquietud. Recuerdo que en mi último día de
estancia en Baden paseé con un amigo por los viñedos y un viejo viñador nos
dijo:
-No hemos
tenido un verano parecido desde hacía mucho tiempo. Si sigue así, tendremos una
cosecha nunca vista. ¡La gente recordará este verano!
Aquel viejo con delantal blanco de tonelero no sabía
qué verdad tan terrible encerraban sus palabras”[1].
No se me
asusten: no voy a profetizar el estallido de la Tercera Guerra
Mundial. Pero el relato de Zweig me sirve para reflexionar sobre un tema que ya
traté en mi último post y que hoy,
con su permiso, quiero retomar: la paz.
La paz,
hoy en día, es algo que damos por hecho. A nadie se le pasa por la cabeza que, en
pleno siglo XXI, la paz sea algo de lo que preocuparse. Y creo firmemente que,
al pensar así, nos equivocamos. La paz
no es fruto del progreso (o según qué progreso, ya me entienden…): la paz es
fruto de la justicia. Y la justicia es algo por lo que siempre hay que
luchar: día a día, minuto a minuto, cada uno a su nivel, en sus peculiares
circunstancias. Un magistrado al que escuché pronunciar una conferencia hace
poco no lo pudo expresar mejor: “la
justicia no es un estado, sino un camino”. Jamás llegará el día en el que la
justicia (y, por tanto, la paz) esté garantizada al 100%.
Ante
semejante panorama, más de uno podría desanimarse… A muchos les ha pasado. Aún
recuerdo el mal cuerpo que me dejaron las palabras –tan escépticas y vacías
de esperanza– de Albert Camus en El mito
de Sísifo:
“La
certidumbre de un Dios que diera su sentido a la vida supera mucho en atractivo
al poder inmune de hacer el mal. La elección no sería difícil. Pero no hay
elección y entonces comienza la amargura”[2].
Yo no
coincido con Camus: el hombre es demasiado grande como para considerarlo absurdo. La lucha por la justicia –la
lucha por la paz– sí tiene sentido. Aunque es una lucha en la que, al menos en
esta vida, nunca nos daremos por satisfechos del todo. Por eso el hombre de hoy necesita, más que nunca, abrirse a la
trascendencia. En una palabra: el hombre debe darse cuenta de su grandeza.
Y para eso, querida Europa, hay que dejar de entender al hombre como homo œconomicus.
Cada vez
lo veo más claro: los europeos de hoy pensamos que la paz está basada, única y
exclusivamente, en el orden económico. Somos como aquellos austriacos de los
que nos habla Zweig, que, en su ingenua inocencia, pensaban que el conflicto entre
Austria y Serbia se reducía a unos simples tratados comerciales sobre la
exportación de cerdos.
La paz es
una empresa demasiado grande como para abordarla desde una concepción del
hombre tan corta de miras o
–perdón por la expresión– tan ridícula. ¡Nuestras aspiraciones van mucho
más allá de lo económico! Si construimos Europa sobre lo económico, se
derrumbará. Si el hombre se redujese a
simple economía, Brexit nunca habría
sucedido. Qué actual es el reto que nos planteó aquel admirable santo
polaco hace más de 20 años: “te
lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: ¡vuelve a encontrarte, sé tú misma!”.
En fin,
no quiero alargarme más… Terminaré con unas palabras de un grandísimo –y,
lamentablemente, poco conocido– pensador europeo (italiano, para más señas):
Giuseppe Capograssi. Allá van:
“Es
necesario tener la locura o la necedad de estar persuadidos de que cada uno de
nosotros puede y por tanto debe transformar el mundo (…). La vieja Europa, en
esa parte donquijotesca de ella, que constituye verdaderamente su grandeza, no
ha sido sino esta locura (…). Mantengámonos fieles a esta locura”[3].
Yago Fernández
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